Viaje a Borrello

 

Todos los años a principios de julio, mamá, que desde su casamiento vivía en tierra Mantovana, viajaba a Borrello (en Abruzzo provincia de Chieti) su pueblo natal, para pasarlo junto a sus padres y hermanos. Naturalmente, también me llevaba a mí. Papá se quedaba en Roverbella, porque según él siempre tenía que hacer. A pesar de que las escuelas estuviesen cerradas como consecuencia de las vacaciones, debía cuidar el huerto, la casa y los conejos; además estaban los Balilla, la sesión de gimnasia y la colonia helioterapéutica.
El viaje hasta el corazón de Abruzzo, que yo hice por primera vez en 1922 a los once meses de edad y después sucesivamente todos los años hasta 1940, era una maravillosa aventura que hoy repaso, revivo y describo con los ojos y las inquietudes propias de un niño de cinco o seis años, cuando el mundo se va descubriendo paso a paso y todo es hermoso e interesante; sin dejar de lado por supuesto, el poquito de miedo que ese descubrimiento inspira.
Nuestro viaje se iniciaba placenteramente, parsimoniosamente, en carro, inmediatamente después de producida la caída del sol. Giovanni, el cartero, nos hacía recorrer muy lentamente (el esquelético y viejo caballo desconocía lo que era el trote) los tres kilómetros que separaban el poblado de la estación ferroviaria.
Naturalmente y de acuerdo a las reglas que imponía la época, se necesitaba estar en la estación con muchísima anticipación. “El viaje es largo y el boleto difícil de obtener, también hay que calcular el descuento para las familias de los maestros” decía mamá para justificar su prisa.
Papá nos acompañaba y nos ubicaba en el tren con nuestro abultado equipaje (compuesto de dos valijas grandes, una pequeña, una canasta con comida, el bolso de mamá y dos almohadones pequeños). Nos hacía muchísimas recomendaciones y nos saludaba, como se usaba entonces, agitando el pañuelo.
Se trataba de un simpático tren de provincia que bufando y silbando alegremente, corría sin demasiada preocupación hacia Mantova, hacia Modena. No era mucha la gente que viajaba en él. A través de las ventanillas abiertas respirábamos la fragancia cálida y perfumada de la noche de julio.
El viaje hasta Modena era tranquilo y apacible. La única emoción la daba el cruce del Po, cuando se transitaba un largo puente de hierro en Borgoforte.
En Modena comenzaba la parte más interesante y emocionante del viaje. Era el momento del trasbordo y por tal motivo, un maletero nos acompañaba hasta la sala de espera y después al tren “Directísimo Milano-Lecce”. Sólo oír nombrar el “Directísimo” me provocaba escalofríos de miedo. Para mi mente infantil se presentaba como un verdadero prodigio de la técnica y del progreso, pero, como todas las cosas importantes me infundía al mismo tiempo admiración y temor.
A horario como siempre, arrastrado por una negra, larga y brillante locomotora que emitía estremecedor silbido y vomitaba humo con resplandores rojizos por su aplanada chimenea, el “Directísimo” devoraba estaciones como un “bólido”. Yo experimentaba que empequeñecía y, mientras mi corazón desbordaba, me apretujaba a mamá, atemorizado por la violencia salvaje de aquel monstruo humeante.
El monstruo no daba señal alguna de querer detenerse, como si no deseara interrumpir su loca carrera, pero después, como rezongando, aminoraba la velocidad y groseramente se detenía entre bufidos de vapor y estridor de frenos. Bajaban entonces del tren los ferroviarios al grito de: ¡“Modena, Modena, para Mantova, Verona se cambia”!. La parada era de pocos minutos y en ese escaso tiempo, era necesario ubicar un vagón con pocos pasajeros, subir rápidamente al mismo con nuestros siete bultos y cerrar de prisa las ventanillas. Las órdenes emitidas por los ferroviarios, en tono tajante, se podían escuchar claramente: ¡“Señores ... a los vagones”!. Posteriormente la trompeta del Jefe de estación, el pitazo del encargado del tren y nuevamente andando. El “bólido” reiniciaba así enfurecido su arrolladora carrera en la noche. Suspiros de alivio emergían entonces de nuestros pechos. ¡Lo más difícil y complicado del viaje ya había pasado!. Ahora se necesitaba encontrar el lugar, de ser posible aquel que nos brindara la posibilidad de quedar mirando en dirección a la marcha del tren, cerca de los baños y con suficiente espacio para acomodar nuestro equipaje. No siempre era fácil hallar dos lugares para sentarnos que reunieran esas condiciones, pero sabíamos que en poco tiempo más, en Bologna, y por la cantidad de gente que descendía, muchos asientos quedarían libres. Nos informábamos y nos acomodábamos junto a los otros pasajeros, para ocupar luego y al igual que ellos, los lugares disponibles.
Llegados a Bologna, cómodamente sentados sobre nuestros almohadones, ubicados los bultos que componían el equipaje e intercambiadas sonrisas y cumplidos con los acompañantes más cercanos que nos tocaron en suerte, podíamos finalmente distendernos, mirar despreocupadamente a nuestro alrededor y gozar del espectáculo que nos ofrecía la gran estación.
Aquí la parada era mucho más prolongada. Se esperaban las combinaciones desde Padova, Verona y Firenze. En la estación había un gran movimiento de pasajeros, ferroviarios y maleteros. En los andenes correteaban veloces los carritos que vendían diarios, revistas y novelas policiales. Se veían también los carritos que ofrecían “almohadas”, y aquellos otros repletos de cestas de viaje y bebidas. Escucho aún las fuertes voces de los vendedores de diarios : ¡“Il Carlino, l’Ambrosiano, la Sera”!, como del mismo modo aquellas otras más suaves y atrayentes (para mí) ¡“Sandwichs, agua mineral, refrescos, cerveza, cervezaaa”!.
En los andenes cercanos, permanentemente llegaban y partían silenciosos otros trenes: para Firenze-Roma-Napoli, Verona-Trento-Brennero, Padova-Venezia-Trieste. Se trataba de trenes italianos y extranjeros. Se podía decir que ante nuestros ojos desfilaba la humanidad entera, el mundo en su conjunto; los vagones de tercera clase, con asientos de madera, repletos de gente descamisada y de niños tan somnolientos como revoltosos; diferentes y sobrios le seguían los vagones de segunda clase, con asientos y respaldos de terciopelo marrón, y por último, los elegantísimos coches de primera clase tapizados en terciopelo rojo e inmaculadas cortinas al tono, con escasos y distinguidos pasajeros. Estos viajaban solos, con poco equipaje y sin criaturas; generalmente se trataba de gente bastante mayor, con bigotes, camisas de seda, fumando puros y, al alcance de la mano -sobre la mesita- la botella de agua mineral junto al diario de la noche.
“Afortunados mortales” decía mamá, pero estaba claro que no había ni una pizca de envidia en aquellas palabras. Y mientras hacía ese comentario esbozando una sonrisa, apretaba fuerte y cariñosamente contra su pecho a su precioso muchachito.
Mientras tanto, ferroviarios con martillos de largo mango, golpeaban las ruedas de los trenes en parada. Posiblemente controlaban los frenos.
Después del acostumbrado ritual que significaban los estridentes sonidos de trompetas y silbatos, el Directísimo reiniciaba la marcha y rugiendo se sumergía en la oscuridad de la noche, a la conquista de la Romagna, hacia Rímini, hacia el mar. Irrumpía bruscamente y sin detenerse en las adormecidas pequeñas estaciones de la campiña, como si quisiese destruirlas, levantando verdaderas nubes de polvo en su raudo andar. Pero ahora, el monstruo no me provocaba mayor miedo, por el contrario yo lo incitaba a correr más rápido, a silbar por más tiempo y sobre todo, a que expulsara ferozmente humo combinado con destellos rojizos. Más aún, me sentía orgulloso de su fuerza, de su arrolladora impetuosidad.
Apenas pasada la medianoche, se encendían las medias luces, concretamente se nos preparaba el ambiente para el descanso. Yo me acostaba apoyando la cabeza en el regazo de mamá. Ella sólo dormitaba, porque debía vigilar nuestro equipaje. Entonces no existían terroristas secuestradores ni asaltantes armados, pero carteristas y ladronzuelos de valijas visitaban frecuentemente los trenes que realizaban largos recorridos, especialmente de noche.
Yo en cambio dormía tranquilo. Solamente me despertaba sobresaltado, el estridente sonido que provocaba el tren al sobrepasar un largo puente de hierro (supe después que se trataba del puente sobre la Marechia, en las cercanías de Rimini) y entonces mamá, con una caricia, me tranquilizaba: “Duerme, duerme tranquilo, falta más de una hora para llegar a Ancona, el mar aún está lejos”. En efecto, yo quería estar despierto cuando el tren avanzara a lo largo de la costa. Con las primeras luces del día, cerca de San Benedetto del Tronto, el tren se reanimaba, se apagaban las luces, se abrían las ventanillas y se respiraba a todo pulmón el aire fresco y penetrante del mar. ¡Poder gozar del amanecer en el mar!. Otra emoción y experiencia extraordinaria.
Después de una rápida higiene en el bañito del tren, estaba el rito del desayuno. La pequeña valija hacía las veces de mesita y sobre una servilleta, las hermosas y ágiles manos de mamá, abrían los envoltorios de papel manteca. Estaban el pollo o el pichón asado, los huevos duros, la mortadela, el queso, los duraznos de nuestro huerto. El recuerdo de aquellas comiditas para dos, saboreadas a la orilla del mar y sin la obligación de usar cubiertos, permanece como uno de los recuerdos más hermosos y conmovedores de mi infancia.
Pero no convenía demorarse mucho con la comida. El tren avanzaba y el paisaje se renovaba permanentemente, mostrándose cada vez más hermoso. Necesitaba apreciarlo en todo su esplendor.
Me daba la sensación mientras tanto, que el “Directísimo” se había calmado un poco; el monstruo, después de la loca cabalgata nocturna en la llanura emiliana y romagnola, se estaba tomando su tiempo. Tal vez, él también admiraba el paisaje, el mar y aquellas lindas estaciones de Le Marche y Abruzzo con sus elegantes nombres: Cupra Marittima, Grottammare, Alba Adriatica, Roseto, Pineto, Silvi ... que parecían lavadas por el rocío nocturno y todas sin excepción, florecidas de geranios y adelfas. Quizás le sonreían y lo invitaban a detenerse. Más aún, observado en aquel escenario, me parecía más humano y agradable. Se detenía con mayor frecuencia y lo hacía cortésmente, sin tanta estridencia de frenos. También los maquinistas gozaban de aquella alegre atmósfera; en las estaciones descendían de la locomotora y de manera afectuosa la limpiaban y aceitaban.
Después de Pescara el panorama se mostraba mucho más atractivo: entre Francavilla y Ortona el tren corría precisamente a lo largo de la escollera, trecho éste donde las olas más audaces lamían los rieles. Lamentablemente no era mucho el tiempo que se disponía para admirar aquel espectáculo, porque después de Ortona ya se arribaba a San Vito. Debíamos prepararnos para descender con todo nuestro abultado equipaje.
En San Vito saludábamos con nostalgia nuestro deslumbrante tren, que ahora y a la distancia admirábamos en toda su longitud. Corría mansamente hacia la Puglia, coronado por un gran penacho de humo.
Allí nos esperaba el Sangritano, un atractivo trencito eléctrico (compuesto de una locomotora y dos diminutos vagones pintados de blanco y azul). Gracias a la trocha angosta, corría veloz enfrentando cerradas curvas y peligrosas pendientes. Si el Directísimo podía ser comparado con un caballo de raza, del Sangritano se podía decir que se trataba de una pícara cabrita. El nuevo paisaje era por demás interesante. Dejado el mar a las espaldas, se avanzaba hacia el interior siguiendo el curso el río Sangro. Era un alternar constante de colinas con breves tramos de planicies. Se reiteraban los puentes, los viaductos y los túneles. La campiña del lugar se presentaba así, a mis ojos, completamente distinta a mi llanura padana. Acá todo era una sucesión interminable de pequeñas parcelas de tierra: viñedos, bosques, terrenos sin cultivar, blancos espacios cubiertos de canto rodado producto de ríos y torrentes, huertos y campos poblados de campesinos y pastores. Muchísimas casas esparcidas por los campos, se mostraban pequeñas, lindas, con pajares a su alrededor. En las ventanas se podían apreciar racimos de pimientos y cestos con tomates. El tren corría alborozado espantando pollos, ovejas, cabras, burros; mientras campesinos y pastores saludaban a su paso.
Eran las tierras donde nació mi madre, ella me relataba que de niña, cuando todavía no existía el Sangritano, para ir hasta Borrello, debían servirse de un carromato “tirado por cuatro caballos”. Una viejita de Quadri, llamada Zi Maribbella, en época de la guerra me contó, que ella también recordaba cuando en los primeros años del siglo, veía pasar por su pueblo a la familia del profesor Simonetti desplazándose en una gran carroza por cuyas ventanillas asomaba una “morra de coccetelle” (montón de cabecitas).
También los pasajeros eran distintos. En las pequeñas estaciones subían y bajaban campesinos vestidos con prendas de color azul oscuro y mujeres con largas faldas. Iban y venían de los mercados con cestos y canastos repletos de fruta, hortalizas y aves de corral.
Después de Villa Santa María comenzaba la montaña. El paisaje cambiaba. Los pueblos anidaban en las cimas de las colinas. Era una rareza ver casas dispersas y predominaba el bosque. Sobre el terreno cada vez más tortuoso nuestro trencito tambaleaba, sometiendo a dura prueba el estómago de los pasajeros.
Finalmente en Quadri tocábamos tierra. Quedaba por recorrer la última etapa. El viaje concluía como había comenzado, con un trayecto en carro. En la estación nos esperaba Gaetano el “cartero”. Descendía desde Borrello para recoger los sacos con la correspondencia, haciéndolo normalmente a caballo. En las oportunidades en que se preveía la llegada de viajeros, usaba la carroza. Su caballo, como aquel de su colega en Roverbella, por su estampa mal podría confundírselo con un brioso corcel. El salario que abonaban los “Correos” no permitía una adecuada provisión de alimentos para los caballos de los “carteros”. Y éste para colmo era más desafortunado, porque la subida hasta Borrello era extensa y muy dura. Gaetano nos recibía afectuosamente, era un hombre que apenas sobrepasaba los cuarenta años, pero aparentaba mucha más edad. Su piel conocía de los ardientes veranos, de las lluvias y de las tormentas de nieve propias del rudo invierno abruzo. Contaba las novedades, hablaba lentamente y cada tanto descendía de la carroza para dar una mano al caballo. Nos deteníamos unos instantes en la “Fuente de los lamentos”. Poco después en las “cuatro ricotas” (llamaban “cuatro ricotas” a cuatro guardacantones de piedra viva, que por sus formas recordaban exactamente los requesones de ricota) encontrábamos al abuelo, los tíos y los otros parientes o conocidos. Una breve parada delante del “Camposanto” y finalmente en bajada hasta Borrello. Las tías venían a nuestro encuentro cuando estábamos cerca del final de la curva de Damasina, y la abuela nos saludaba desde el diminuto balcón que daba sobre el patio. La gente se asomaba a las puertas para observar y saludar, mientras los niños más traviesos se trepaban sobre el estribo trasero de la carroza.

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