Aquel lejano sonido de campanas
En Borrello me ambientaba rápidamente y participaba de los juegos y pasatiempos con mis contemporáneos. Jugaba a la pelota en el descampado y llevaba a pastar ovejas y cabras. Participaba de paseos y excursiones por prados y bosques en busca de moras, flores y avellanas. Siempre, para la época de la trilla, iba a tocar las campanas “del mediodía”.
La trilla del trigo constituía un verdadero culto para el pueblo, toda una ceremonia. Representaba la fiesta de la cosecha, la recompensa a tantas fatigas sufridas por el campesino, el agradecimiento al Creador. Se festejaba tocando al mediodía las campanas a distancia, como se hacía para las grandes fiestas religiosas e, ingiriendo además, el alimento acostumbrado de los días festivos.
Quintino, hermano menor de Umbertuccio el sacristán, cuando aproximaba el mediodía, reclutaba cinco o seis voluntarios (y en este aspecto yo era uno de los más fieles colaboradores). Subidos tres empinados tramos de una tambaleante escalera de madera, se llegaba al campanario. La celda se mostraba deslumbrante, amplia, plena de luz, de viento y de revolotear de palomas. Se abrían en ella tres amplias arcadas, delimitadas por un parapeto; de cada arcada pendía una campana, una grande y dos más pequeñas. Un solo “ejecutor” era suficiente para cada una de las campanas menores, para la más grande se necesitaba del esfuerzo de tres o cuatro.
Los preparativos necesitaban de un cierto tiempo. Quintino distribuía las tareas, controlaba la longitud y resistencia de las cuerdas, como así también se trepaba hasta la ensambladura de la campana para lubricar los goznes sobre los que ella rotaba. Recomendados silencio y concentración, daba inicio a las operaciones.
Como la campana grande comenzaba a oscilar lentamente, nuestro jefe dirigía y disciplinaba los esfuerzos que realizábamos como aprendices. El “tiro” debía ser enérgico y suave al mismo tiempo, pero especialmente sincrónico.
“Tira-op, tira-op”. Cuando las oscilaciones se hacían más amplias, Quintino, dando un salto aferraba al vuelo el badajo y lo lanzaba con fuerza contra la campana. Al mismo tiempo, y respondiendo a una señal suya, se liberaban las campanas menores con sus alegres “dan -dan”.
De esa manera, majestuoso y solemne comenzaba nuestro concierto, mientras decenas de palomas espantadas volaban lejos. Como una bendición, la voz de las campanas de la iglesia de San Antonio descendía sobre el pueblo, sobre los campesinos y sobre los pastores de la montaña abruza.
Con los primeros repiques de nuestras campanas se suspendía toda actividad. En el área donde operaba, se detenía la máquina trilladora y su rugido era reemplazado por un sosegado silencio, mientras el polvo se disipaba lentamente. Se preparaban entonces para comer. El sobrio campesino se concedía para esta ocasión el alimento más sustancioso y deseado. Veloces se dirigían hacia el sitio de la trilla, jovencitas que llevaban sobre la cabeza el cesto de las viandas.
El almuerzo, del cual participaban con los familiares, los amigos, los compañeros y todos aquellos que habían compartido la fatiga de la cosecha y de la trilla, se componía de pasta de Fara, cordero, queso y vino de Bomba. Se ingería en el propio área de trabajo, a la sombra del montículo de fardos compuestos de mieses aún sin trillar, sentados sobre bolsas colmadas con el nuevo grano: bolsas afectuosamente llamadas “bolsitas”, frecuentemente remendadas con vistosos parches multicolores.
¡Cuántas fatigas había costado aquel trigo!. Cada grano, ciertamente una gota de sudor. Muchas tierras inadecuadas para el arado, habían sido roturadas a golpes de bidientes (horquillones) terrón por terrón. Las simientes y el estiércol habían sido llevados desde el pueblo a lomo de “cabalgadura”. Después la siega y el transporte de los fardos de mieses al área de trilla, siempre a lomo de asno o de mulo. Doce o hasta quince fardos por vez, desde el alba hasta el atardecer, kilómetros y kilómetros por senderos pedregosos bajo el lacerante sol de julio. Cuánta fatiga había costado aquella cosecha a esos bravos y tenaces campesinos, que pocos años después la guerra transformaría en los orgullosos alpinos del batallón “L’Aquila” de la división Iulia.
Con solemnidad y afectuosamente, proseguía mientras tanto llegando a todos, el sonido de nuestras campanas, para alegrar la comida y el descanso de la gente. En lugar de los acostumbrados cinco minutos, nosotros excitados y embriagados de aquella atmósfera de sonidos y luces, continuábamos haciéndolas sonar ... sonar ... y sonar.
Cuando las campanadas se prolongaban en demasía, el abuelo, cuya casa estaba separada del campanario únicamente por el ancho de la calle, sacudía la cabeza y amenazaba con la mano a los campaneros. No imaginaba el abuelo Tommaso que el más encarnizado e infatigable de ellos, era justamente su nieto, el nieto nacido en el Norte, que muy intensamente vivía en aquellos breves veranos, el encanto, el calor y la gozosa serenidad de la gente de Abruzzo.
El abuelito no estaba al corriente de lo que yo hacía en esos momentos, y por supuesto, tampoco lo hubiera aprobado. Sabía del peligro que significaba subir las tambaleantes escalinatas de madera y recordaba cuando muchos años antes, se había desprendido el badajo de la campana grande y volado fuera del campanario. Los “causantes” eran unos jóvenes a punto de partir para América. Subidos al campanario y agarrados a las cuerdas, tocaron con tanta fuerza que provocaron la rotura de las correas de cuero que sujetaban el badajo. Pretendían que quedara bien grabado en el oído y en el corazón, el sonido de las campanas del pueblo que los había visto nacer, de aquellas campanas que habían acompañado con sus voces las circunstancias alegres y tristes de su propia gente: matrimonios, bautismos, funerales. Habían querido lanzar al cielo un puente sonoro, que pudiese algún día, guiarlos por el sendero del regreso hasta aquel mundo simple y pobre, pero sumamente rico de cálida y cordial humanidad.
Anhelo fervientemente que el puente sonoro también funcione para mí, que me guíe y logre hacerme regresar y revivir los recuerdos de una época y de un mundo en vías de extinción, y que yo tuve la fortuna de vivir y disfrutar en la edad más hermosa.
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