Regreso a Borrello
Finalizada la guerra, he pasado los primeros meses de aquella dramática postguerra, aún como militar. He regresado a casa con licencia “en espera de la baja definitiva” la tarde del 21 de diciembre de 1945, Santo Tommaso (onomástico y cumpleaños de mi abuelo materno). Después de 58 meses de vida militar, reencontraba, o mejor dicho redescubría la vida en tiempo de paz, la llamada vida normal, con sus pequeñas alegrías, sus pequeñas desilusiones.
La reinserción, tan difícil y traumatizante para los veteranos de guerra de las películas americanas, para mí, como para la mayor parte de los veteranos italianos, no fue particularmente complicada. Después de dos días, es decir la antevíspera de Navidad, retomé los estudios interrumpidos cinco años antes; los retomé casi con rabia, debía compenetrarme sin demora, superar con ímpetu el obstáculo más duro si quería reinsertarme sin complejos en la vida.
Afronté, por eso, el estudio de Anatomía.
Fue aquel un duro invierno, largo, frío; pero con la primavera, superado aquel difícil examen, regresó la fe y el optimismo propios de mis 25 años. Recuperé los viejos hábitos, superé otros exámenes e, inmerso en la realidad cotidiana, iba olvidando los años de la guerra.
Antes de Navidad regresé a Abruzzo, a casa de los tíos de Casoli. Allí, de jovencito, había pasado meses felices. El afecto de los tíos y primos, el cálido aprecio y la cordialidad de los amigos, la belleza de los lugares, habían vuelto inolvidables las vacaciones estivales de los años del Liceo.
Más vivo que nunca, estaba en mí el recuerdo de aquellos excitantes veranos, de las serenatas al claro de luna, de las alegres excursiones y batidas de caza.
Por un tiempo me encontré con un entorno sereno y distendido, aunque la guerra había dejado sus huellas: no todos los amigos habían regresado. Otros arrastraban las consecuencias de las penurias y privaciones sufridas. Me ambienté rápidamente y volví a vivir días felices.
Mi pensamiento cada tanto volaba a Borrello, el otro pueblo de Abruzzo preferido por mi corazón. Era el pueblo de mi madre, distante a escasos cincuenta kilómetros, pero a su vez tan distinto a Casoli. Borrello estaba en la montaña, no en la alta montaña, pero montaña al fin, áspera, pedregosa, ventosa. También allí había vivido días inolvidables. No sólo había jugado, como ya lo he dicho, sobre la “Carenna” y en el área de trabajo, apacentado ovejas y cabras por bosques y prados, o subido al campanario de la iglesia de San Antonio para tocar “a largo” las campanas y siempre, con Quintino, “la hora de la noche”; sino que también había hecho la “scivolarella” (deslizarme por la cuesta como en tobogán), la “cocción” de las marocche (mazorcas de maíz) escamoteadas en los campos, seguido al pregonero Angelo Nicola, visto trillar con los caballos, visto los últimos “chanchitos” de San Antonio, las “lamentaciones” de una viuda (Concetta la panadera); y hasta había visto los confititos de colores en el féretro de un niño muerto.
No habían pasado muchos años, pero habían sido años que dejaron sus huellas. Los abuelos y tía Menina habían muerto. La tía Vittorina recién casada se había radicado en Roma. De los Simonetti quedaba tía Clelia con el marido Nino, médico municipal de conducta. Vivían en condiciones que se pueden describir como heroicas. La Navidad estaba ya próxima y sentía que debía pasarla en Borrello.
Decidí partir. Tía Laura me preparó la valija y fiel a una vieja tradición, siguiendo los impulsos de su generoso corazón, no dejó cosa por poner la querida tía en aquella valija para la hermana y el cuñado: pizzelles, masas rellenas con miel y mermelada, bollitos de almendra, aceite, salchichas, fruta seca, etc., etc..
Adecuadamente equipado, partí en las primeras horas de la tarde, por cierto ésta muy luminosa. El viaje en sí no era largo, unos cincuenta kilómetros, pero de ningún modo simple ni cómodo. El tío Giulio, con ... notarial esmero, lo había estudiado hasta en los mínimos detalles.
Partí, como siempre calurosamente saludado por amigos y parientes. Un pequeño transporte me trasladaría a los Piani d’Archi, allí, en la hostería de Ceccuccio, debía tomar el autobús hasta Villa Santa María, donde pasaría la noche; al día siguiente y siempre en autobús continuaría hasta Quadri. Desde Quadri a Borrello ... a pie.
La primera parte del viaje se desarrolló según los ... planes preestablecidos. En lo de Ceccuccio tomé puntualmente el transporte para Villa Santa María; mientras tanto se hizo el atardecer, después la noche, y comenzó a nevar. Hacia las ocho, poco antes de Bomba, el autobús se detuvo: se había roto el semieje. Bajo la nieve, con mi preciosa valija a cuestas, llegamos al pueblo y con mis compañeros de viaje, nos refugiamos en una hostería. El conductor comunicó lo acontecido a su compañía solicitando el envío de otro automotor.
Para nada preocupado, tal vez debido a la disciplina que me impusieran los cincuenta y ocho meses de vida militar, asimilé aquel contratiempo con la máxima filosofía. Ocupamos una habitación pequeña pero confortable, mal iluminada pero bien calefaccionada, bóveda en cañón, las paredes bien ennegrecidas. Me coloqué cómodamente la valija sobre las rodillas, la abrí y me serví sin preocuparme por la cantidad. Comencé con pan y salchicha, después pellizqué de todos aquellos lindos paquetitos preparados por la tía. Conocía bien el vino de Bomba, sabroso, redondo; entonces se usaban ciertos vasos pequeños, panzones. Hice honor también al vino y me adormecí. Se me agolparon en la mente otros recuerdos, en particular los más recientes y dramáticos, como los siguientes.
Transcurrido el 8 de septiembre de 1943, después de haber esperado en vano en los alrededores de Pisa que la situación se aclarara, debí tomar la dolorosa decisión de desprenderme de mi hermoso uniforme de Subteniente de Artillería, el cual había sabido defender con altivez y dignamente en Italia y África, y llegué a Borrello, donde también tendrían que encontrarse mamá y mi hermano Peppino. Fue un viaje sin contratiempos. Para el 15 o 16 de septiembre, allí nos reencontramos, como siempre afectuosamente acogidos por los tíos. Los primeros días fueron tranquilos.
Cada tanto regresaba al pueblo algún soldado en desbande. Se recomponían las viejas compañías. En las charlas, los recuerdos de guerra se mezclaban con aquellos de la infancia. Después las cosas se complicaron.
Los alemanes habían decidido defender la linea del Sangro, y Borrello, situado un poco al sur del río, vino a encontrarse en aquella franja de terreno donde el ejército que se defiende hace lo que se llama “tierra quemada”, con el objeto de impedir al enemigo que avanza encontrar condiciones de vida favorables, es decir privarlos de viviendas, carreteras, caminos, víveres, agua. Así Borrello fue destruido con el fuego y con explosivos.
Llevada a cabo minuciosamente la tarea destructiva y, saqueado todo lo saqueable, los alemanes abandonaron el pueblo poniéndose a resguardo del otro lado del Sangro, después de haber minado puentes, carreteras y senderos.
Para el 30 de noviembre, tan aterrada como aturdida, la población ya había regresado al pueblo y se estaba reorganizando entre los escombros. Borrello estaba completamente aislado, las carreteras cortadas, los senderos minados, naturalmente el acueducto había sido destruido, también la red eléctrica, el molino, la panadería ... . Los desvastadores (encargados de los explosivos) habían logrado su objetivo, es decir mantener alejados del pueblo a los aliados. Éstos efectivamente, enviaban allí en exploración alguna que otra patrulla de canadienses o de polacos que rápidamente, antes del atardecer, regresaban a sus bases de Agnone (una de esas patrullas se detuvo en las primeras horas de una tarde para prepararse una ... merienda: dos polacos pidieron prestada a Incoronata una sartén y sobre un fueguito al reparo de la paresita de la Carenna, prepararon y consumieron delante de nuestros estupefactos ojos ... ¡veintisiete huevos fritos!).
El invierno estaba a las puertas y no existía la más mínima posibilidad de poder abastecerse de víveres, pero no obstante ello, Borrello sobrevivió. Sobrevivió porque los abruzos son una raza especial y porque tenían buenos santos en el Paraíso que nos brindaron un mes de diciembre sin nieve, que nos permitía excavar entre los escombros y recuperar víveres, muebles y ropas. Las tres casas de mis parientes, como ya lo he recordado, habían sido destruídas. Tratándose de sólidas construcciones de piedra, habían sido demolidas mediante la utilización de explosivos y no incendiadas. Por consiguiente, entre los escombros se esperaba poder encontrar cosas útiles para alimentarnos y afrontar el invierno que ya estaba encima. Comprendimos los tíos y yo, que no moriríamos de hambre, cuando, en la primera mañana de remoción en la casa de los Grilli, encontramos una damajuana de aceite, un jamón y un vaso que contenía grasa de cerdo (como ya lo he rememorado anteriormente, reitero que el vaso estaba roto, pero el contenido estaba congelado y por lo tanto utilizable). Una escena inolvidable se vivió cuando el equipo de excavación, es decir Vittorina y Cleto, entregaron a la encargada del depósito de víveres, la tía Clelia, la grasa de cerdo recuperada. Felicidad y conmoción.
Siempre excavando y removiendo grandes piedras encontramos después, colchones, frazadas, ropas y otras provisiones. Haciéndose preceder por las ovejas, que con sus patitas provocaban la explosión de las minas desgarrantes, los campesinos lograban llegar hasta sus campos y allí finalmente desenterrar las papas todavía sanas y abundantes. Los borrellanos sobrevivieron con una especie de pizza sin sal cocida sobre un fogón casero (que ocupó el lugar del pan), y con las papas. En muchos casos se recuperó el trigo que había sido escondido en los entrepisos superiores de las habitaciones con bóvedas en cañón (es decir con suficiente luz entre el techo y el cielo raso).
Se tamizaba el mantillo (la tierra mezclada con el grano), después se lo sumergía en grandes ollas llenas de agua. Desechos, piedritas y arena se separaban así de los granos de trigo que, secados, eran molidos en las maquinitas de café.
No faltó quien hizo el mismo tratamiento con el grano quemado y el pan ... tostado, surgió entonces como un invento casual. También los cerdos, pobrecitos, colaboraron. Muchos habían quedado, para sustraerlos de la codicia de los ocupantes, escondidos entre paredes hechas a propósito en chiqueros, generalmente bajo las escaleras (alimentados a través de una ventanilla); y allí habían quedado esos animales muertos a causa de las explosiones y el fuego. Con sus osamentas se fabricó el jabón. Muchos otros recursos fueron escogidos para sobrevivir. En resumidas cuentas, los borrellanos en aquel período tenían leña, papas, un poco de harina y carne (no mucha) que proporcionaban aquellas ovejas que saltaban sobre las minas para abrir los senderos que llevaban a los campos y a la costa. Una cosa es cierta, y es que en aquel lapso (noviembre 1943-mayo 1944) ninguno murió de enfermedad. El tío Nino, médico comunal, que había quedado sin medicina ni instrumental adecuado, un día suturó el vientre de Antonio (Di Roco) alcanzado por una esquirla de proyectil de mortero, con aguja e hilo común, desinfectados con agua salada. Naturalmente, el paciente sanó. Desgraciadamente, también hubo muertos en esos meses, tres para ser exactos: entre ellos una mujer anciana y una nena ametralladas el miércoles del Ángel Santo por aviones no identificados (circunstancia ésta de la que anteriormente hice alguna referencia). Y posteriormente, mi amigo y contemporáneo Nicolino, hijo de Milietta la panadera, sepultado bajo un muro abatido por el temporal de nieve que arreció la noche de San Silvestro.
Recuerdo un ejemplo significativo del espíritu que animó a los borrellanos en aquel trágico invierno. Cuando la situación se acomodó un poco, Umbertuccio, el sacristán, abría a los fieles al atardecer, la iglesia de San Antonio. Al momento de cerrar el templo, un grupito de jóvenes permanecíamos en el interior para cantar en coro algunas canciones. Lo hacíamos con la mayor simplicidad, pero al analizarlo bien, pienso que nuestra actitud en medio de aquella desolación, entre los escombros de nuestras casas, mal vestidos y peor alimentados, era un desafío ante la adversidad, era un grito, un canto de fe, de esperanza; no había resignación, sino por el contrario una clara señal de rebelión, de deseos de vivir. Borrello no está muerta, Borrello canta.
La situación fue mejorando lentamente. Algún audaz, desafiando minas y patrullas de beligerantes, partió para los pueblos de la costa en busca de tabaco y sal, y hacia Bomba en busca de vino. Cuando el mulo y el asno regresaban al pueblo con los dos barriles rebosantes de vino, de inmediato corría la voz y en improvisados bares se nos incitaba para saborear aquel precioso néctar. En realidad no se lo bebía conversando tranquilamente, sino que se lo jugaba a “padrone e sotto” (la passatella). Era un juego prohibido porque derivaba frecuentemente en discusiones y peleas. Estaba quien bebía demasiado y quien, no obstante haber pagado, se iba “ulmo”, es decir quedaba con el pico seco. También yo, nieto de don Tommaso, el señorito venido desde el norte, jugaba a “padrone e sotto” y bebía del vaso común.
El solo hecho de haber sobrevivido era motivo de optimismo. Yo y mi querido amigo Camillo, extrañamente vestidos, paseábamos señorialmente por el pueblo, haciendo visitas a amigos y parientes de acuerdo a las reglas de buena sociedad, pero sobre todo frecuentábamos con ... entusiasmo y constancia un par de bares. Poco antes de Navidad había partido con un amigo (Vincenzo, el hijo de Gaetano el “cartero”) con la idea de dar una vuelta por Casoli, para llevar noticias y volver a ver tíos y primos. Naturalmente a pie, atravesando la línea del frente. En la estación de Villa estaban los alemanes, después tierra de nadie hasta los Piani d’Archi donde encontramos los ingleses. Provisiones para aquel aventurado viaje, una pizza y una botella de miel. La miel mientras avanzábamos por el camino, se congeló, y en vano tratamos de hacerla fluir por el cuello de la botella. Por fortuna a mitad de viaje, cerca del mediodía, llegamos a Bomba. Bomba había quedado a resguardo de la guerra, y nos conmocionó ver un pueblo hecho de casas y no de escombros. En aquel querido y hospitalario pueblo, encontramos el vino y olvidamos la ingrata miel. Después (al esfumarse mis pensamientos) volví nuevamente a la realidad y a una distancia en el tiempo de tres años, estaba nuevamente en Bomba, donde otra vez saboreaba aquel vino. Iba en viaje a Borrello, para pasar la Navidad allí, junto a los tíos.
Siendo cerca de las veintitrés horas, y mientras continuaba nevando, arribó el autobús. Partimos para Villa adonde llegamos casi a medianoche. En un pequeño albergue, me hospedé junto con mi preciosa valija. Allí me fue asignada una habitación, naturalmente fría, y una cama sin sábanas. Todo esto no me asombró, mas bien lo encontré natural. ¿Qué significado, qué valor habría tenido mi regreso a Borrello si éste se hubiese producido de manera ... normal?.
El día siguiente, la víspera de Navidad, era una espléndida jornada de sol.
Tomé el enésimo microómnibus para Quadri. Aquí terminaba el viaje ... cómodo. A partir de allí, tendría que proseguir a pie. Conocía bien el camino, me separaban de Borrello siete kilómetros de carretera, o bien cuatro de senda para animales de carga.
Busqué un medio de transporte (no por cierto a motor), pensaba al menos en un asno para llevar la valija. Se me ofreció en cambio una muchachita de 11 ó 12 años. Enrolló sobre su cabeza un pañuelón, allí acomodó la valija y se encaminó de prisa delante mío.
Avanzamos así, hundiéndonos en la nieve fresca aproximadamente doscientos metros, hasta el puente sobre el río Sangro, después me avergoncé: yo, arrogante artillero, hacer llevar la valija a aquella muchachita. Le agradecí, le dí la propina y le dije que se fuera a su casa.
Elegí el camino más corto, esto es el de los animales de carga. La subida era escarpada, la nieve escondía las acechanzas y las asperezas de aquel pedregoso sendero. Cada pocos pasos tropezaba o resbalaba. La valija pasaba de la mano derecha a la izquierda y de un hombro a otro. Probé también de llevarla sobre la cabeza. ¡Cómo pesaba aquella bendita valija, cuánto transpiré por llevar aquellos regalos navideños de la tía Laura!.
Borrello, ciertamente y esto lo sabía bien, no era un pueblo fácil en el cual vivir, ni en tiempo de guerra, ni en época de paz.
Querido Borrello, en aquel dramático noviembre de 1943 había finalizado un mundo. Nuestro “pequeño y antiguo mundo”, con su historia, su folclore y su cultura.
Nos quedan los recuerdos, nítidos, imborrables. Nos hablarán de ti, de tu glorioso pasado, de las bellezas naturales que el hombre no ha podido destruir; los Peñascos, el Monte Calvario, las Cascadas del Verde, Puerta de los Sarracenos, la meseta de la región de los Prados, la llanura de San Nicola con la cañada y el manantial del Sorbo. Sobre todo nos hablará de ti el recuerdo de tantos amigos, parientes y familiares desaparecidos.
No quiero finalizar con esta nota triste, por eso me gusta recordar también que, en la noble y aristocrática Borrello antigua, los habitantes de Quadri eran apodados “Gli scalzitti” (los sin calzas), aquellos de Villa Santa María “Gli squaccia ficre” (los revienta higos) y nosotros veraneantes “le mezze calzette” (las medias calcitas), con referencia a las calzas cortas que utilizaban los señores y los profesionales.
|