Tío Ricardo
Alrededor de las once, cuando rechinando entraba al pueblo con el correo la “carroza de Gaetano”, los notables se apersonaban en la oficina postal para retirar personalmente la correspondencia. Era un privilegio que el tío Ricardo en su condición de “Oficial de Correos”, concedía durante la época de estío a los veraneantes. Eran casi todos sus propios parientes, hijos de los hermanos Simonetti y allegados que, por el afecto que profesaban al pueblo natal, allí transcurrían sus vacaciones estivales.
El tío Ricardo los hacía acomodar en su oficina, detrás del mostrador, sentados en semicírculo los adultos, de pie y a espaldas de ellos, los jóvenes. Yo con apenas diez años y por las tías llamado “cuchicchio” (entrometido), entraba al lugar siguiendo los tíos, y así de esa forma podía asistir al rito.
En respetuoso silencio (hasta los más charlatanes, como el tío Américo, callaban), tío Ricardo, con actitud solemne y una vez cortados con unas largas tijeras los sellos de las bolsas de las Empresas Postales, extraía la correspondencia, la clasificaba y la distribuía. Pasaban por sus manos diarios, cartas, tarjetas postales, los folletines de las obras benéficas. Estaban también los “giros de dinero” de los emigrados: sobres azulinos, inflados, con direcciones escritas por manos más habituadas a la pala que a la pluma, con muchas estampillas y lacradas. Contenían los dólares, que los Borrellanos de América, aquellos menos “olvidadizos”, enviaban a casa.
Finalizada la selección y conocimiento de la correspondencia, el tío abría su “Popolo d’Italia” y anticipaba las noticias principales con explicaciones y comentarios.
Después del rito del correo (pero aquí el tío Ricardo no tomaba participación), en casa nos aguardaba la preparación y cocción de los spaghettis, también ésto ejecutado con acciones antiguas y solemnes. El tío Nino dirigía con autoridad las operaciones. El “brazo ejecutor” era la tía Clelia, quien contaba con la asistencia espiritual de tía Vittorina (¡Cuántos tíos en mi vida!. Realmente he sido afortunado.).
Raramente yo podía estar con ellos en dicha ocasión, porque el deber me llamaba en otro lugar. Durante el mediodía, efectivamente, como ya lo he rememorado, debía estar con Quintino, Antoniuccio, Cesare y los otros muchachos en la torre de la iglesia para repicar “largamente”, es decir echar a vuelo las campanas, como se acostumbraba hacer los mediodías en la época de la trilla, en señal de fiesta.
Me estoy yendo por las ramas. Volviendo al tema y como ya lo he dicho, Don Ricardo D’Auro (por mi tío), cuando yo era niño, al inicio de los años treinta, era el Oficial de Correos de Borrello. En realidad él era tío de mi madre, por estar casado con Lucietta, hermana del abuelo Tommaso.
Era un personaje pleno de dignidad, correcto y también un poco excéntrico. Una hermosa cabeza (quizás calva, atendiendo que sus hijos lo son), barba blanca más bien descuidada que larga y ligeramente estrábico. Era un empedernido fumador de pipa. Se puede decir que tenía muchas pipas, generalmente de arcilla rojiza. Se distinguían por la longitud de las boquillas: una de ellas superaba los diez centímetros. Utilizaba por cenicero un brasero de cobre, en el cual, además de las cenizas, arrojaba un gran número de fósforos usados para mantener encendidas sus extrañas pipas.
Vivía en una simpática casa en el Borrello viejo, en la placita situada abajo de la pendiente detrás del Municipio. En la planta baja estaba la oficina postal, en el primer piso la vivienda en sí con elegante baranda en arcos, florida de geranios. Detrás se encontraba la “casita”: un saloncito reservado a reuniones con los veraneantes durante la época estival.
Destinada a la lectura y la conversación, la “casita” prontamente se transformaba en templo de juegos de naipes (los más habituales el “tresette” y el “scopone”). Tío Ricardo los dominaba en el juego y, frecuentemente, dejando de lado su natural cortesía, lograba enfurecer a sus invitados. Buen jugador, no permitía errores o distracciones y, a los gritos, repartía reprimendas y “reproches” a los “chambones” y a quienes alardeaban.
Memorables eran las disputas que mantenía con su sobrino Américo, quien rebatía acaloradamente cada una de sus críticas, éste lo hacía un poco por defender su reputación de buen jugador, pero sobre todo su principal intención era lograr que el tío se irritara y consecuentemente, poder reservarse para sí, las mejores y estentóreas risotadas.
Geómetra, además de ser sumamente entendido en nociones de matemática, era un apasionado cultor de la historia patria. Al respecto, (y esto a mi me impactó), recuerdo que un día, leída en el diario la noticia concerniente a una división de nuestro ejército denominada Assietta, el tío al instante nos dijo que, en su época, en la colina de Assietta, los piamonteses habían derrotado a los franceses.
Convencido nacionalista y denodado sostenedor de la política Mussoliniana, estaba orgulloso de la campaña en Abisinia.
La muerte piadosa lo sorprendió antes de la desilusión.
En el verano de 1932 mamá me había enviado a lo del tío para que tomara lecciones de matemática: con él inmediatamente comprendí la técnica para resolver el “mínimo común múltiplo”, el “máximo común denominador” y la “descomposición en factores primos”, es decir todo aquello que en el colegio no habían sabido explicarme.
Me sentía algo sometido a su autoridad, pero el tío, aunque acalorado y con un pañuelo al cuello, siempre me trató bien. Quizás porque era hijo de Carmelita, la primogénita de su cuñado el profesor Tommaso, quizás un poco halagado por enseñar a un estudiante ... venido de lejos, o quizás porque debía haber presagiado que también yo, algún día, sería considerado una persona “respetable”.
Me trataba bien aún cuando me distraía, y esto, debo confesarlo, acontecía frecuentemente.
Eran, efectivamente, constantes motivos de distracción todas las maniobras que el tío hacía para limpiar, poner tabaco, encender y fumar sus pipas.
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