Esto era Borrello

 

¡Cleto!. Corre, corre, ven a mirar, pasa el “consuolo”. Pasaban por la vereda de enfrente a casa algunas jóvenes. Llevaban en la cabeza, sobre una tabla, cubiertos por una servilleta, recipientes que contenían los más variados platos de un almuerzo.
La extraña procesión se dirigía directamente hacia la vivienda de un difunto. Ante mis asombrados ojos de niño nacido en el norte había pasado el “consuolo”, o mejor aún, me parece que se decía “era sfilato il consuolo” (había desfilado el “consuolo”).
Era costumbre que cuando se producía un deceso los familiares debían dedicarse por entero al difunto, recibir visitas y entretener parientes y amigos. No debían distraerse o dejarse llevar por otros pensamientos y, mucho menos realizar tareas domésticas. De manera particular, debían abstenerse de la preparación de comidas. Vestidos de negro, los “dolientes” debían velar al allegado fallecido, evocar del mismo valores y virtudes, narrar a los visitantes las causas del deceso, las distintas etapas de la enfermedad, las curaciones y tratamientos a que había sido sometido y naturalmente llorar y rezar al unísono.
De los alimentos para los familiares directos y demás parientes que, para la ocasión y como es lógico suponer, estaban apesadumbrados (las familias abruzas de aquellos tiempos generalmente eran numerosas) se hacían cargo amigos y conocidos, los que puntualmente, a la hora prevista, hacían llegar el almuerzo.
Del número de encargadas de llevar los alimentos (los griegos llamaban “coefore” las portadoras de bandejas -destinadas únicamente a satisfacer libaciones-, pero pienso que en nuestro consuolo, además de la comida, fueron incluidas también las bebidas) se infería que el almuerzo, para considerarlo verdaderamente consolatorio, debía ser tan variado como abundante.
Delante de la casa de los Simonetti , también desfilaban otros cortejos: jóvenes mujeres, sobre una mesa cubierta de servilletas, llevaban (recién amasados) panecillos redondos. No faltaban las pizzas, tanto al tomate como al aceite. Se dirigían directamente al cercano horno de Milietta la panadera. Cuando regresaban de ese lugar, el aire se impregnaba del perfume que despedía el sabroso pan hecho en casa y cocido en un viejo horno a leña.
Indudable importancia tenía el paso del ajuar. Sobre la cabeza de jóvenes mujeres desfilaban cajas, baúles y cofres. Era costumbre que el día anterior a la boda, la familia de la esposa mandase a la nueva casa el ajuar, y este singular transporte debía tener cierta aprobación oficial. ¡EI pueblo debía observarlo!. Eran ajuares propios de la época: veinticuatro cabezas por cada tipo de lencería. Por años en su preparación habían trabajado con aguja y ganchillo, además de la madre, las abuelas, las tías y las hermanas.
Esto era Borrello. Pero Borrello era también el denominado cerdo de San Antonio; como asimismo el sonido de las campanas amigas que anunciaban “veintiún horas” a las nueve, es decir la llamada “hora de la noche” con treinta y tres lúgubres repiques. A esa hora y escasamente iluminados por el resplandor trepidante de las velas, solíamos pasar cerca de algunas tumbas, no faltando algún chistoso que tratara de espantarnos gritando: “ess, ess, mò arresce la paura” (por acá, por allá, ahora aparecen los fantasmas).
Se disfrutaba también de tantas ... tantas otras cosas. La oferta en la plaza de la fruta y los tomates al precio de cinco o seis monedas el kilo, la trilla con los caballos en el terreno chico, la carroza de Gaetano el “cartero”, la trompeta a cuerno del pregonero (antes Angelo Nicola y después el tío Guglielmo), el taller del “callararo” (cacerolero) Vincenzo - padre de Amelio - donde hacía girar la manivela que avivaba el fuego de la fragua y la destilería Evangelista, sitio éste donde gozaba del privilegio de ser el único al que se le permitía observar la “fabricación” de las gaseosas. Gentile y Feliceto, con un cucharoncito de cobre dejaban caer el jarabe en los botellines con la “bolita” (que también era de vidrio), luego se los pasaban a Peppino (hermano de Giotto, Dante, Umbertuccio, Quintino y Nannina) que los introducía hábilmente en la específica máquina para taponarlos con las bolitas fuertemente presionadas por el gas; frecuentemente los botellines reventaban y entonces yo me precipitaba a recoger las bolitas que deambulaban locamente por el piso.
Recuerdo las figuras del misterioso Manfredi y del guardabosques Giovanni, aclarando con respecto a este último que utilizaba un muy particular lenguaje cuando pretendía hablar en italiano. Manifestaba que era “il guardii campestri” que daba caza “alle roncoli fantasmi” (aludiendo a aquellos coterráneos que iban a cargar leña ... furtivamente en los bosques comunales), y cuando apreciaba un buen vino solía expresar; “Questo vini è un rummi”.
¡Y qué decir! del austero “romano” Scipione y del hermano Mario, sonriente y siempre en actividad, de la patriótica figura del “mutilado” de la guerra de 1915-1918 Antonio Di Luca y de aquella otra picaresca del simpatiquísimo y tumultuoso Lionello, de Umbertuccio el sacristán, campanero, organista y cantor, y por qué no de los bigotazos del tío Leoncio, de las aristocráticas “peladas” de los hermanos Beviglia, de las cien pipas del tío Ricardo y del anillo en la oreja del viejo y sordo padre de Corrado.
Vuelvo a ver el canuto de la pipa asomar por los bolsillos de Guglielmo Beviglia y de Giovanni Di Fiore, y el metro de los de Nicolino Palmieri, y a los únicos tres borrellanos que poseían la envidiada bicicleta: Minguccio de la Destilería, y Américo y Galileo Di Iorio (un verdadero lujo ... ¡cómo poseer hoy una Ferrari!).
También recuerdo la cocina que en esa época aún exhibía la “fornacella” (horno pequeño) y ventanilla para avivar el fuego, el fogón con soplador “zufflature” de metal (no era raro que se utilizara como soplador un viejo cañón de fusil de caza, aplastado y perforado en un extremo, con una abertura en el otro para soplar con vigor), la vasija con el “maniere” (un enorme cucharón de cobre), los utensilios para tostar el café y cocinar la “pizzelle” (masa típica). A propósito de “pizzelle”, cuando se iba de visita, nosotros (los chicos) esperábamos ansiosos la aparición de la “guantiera” (bandeja) repleta de dulces y golosinas. Todo ello preparado en casa. A la torta se la llamaba “pizza dolce”.
Finalmente, cómo olvidar mi preciosa cabra que se llamaba “Capestrina” y que los tíos, para asegurarse la leche fresca, habían comprado y confiado sus cuidados a Ngurnata (¿Coronada?). Yo la guiaba al pasto mientras Antoniuccio Beviglia y Cesarino Di Luca hacían lo propio con el caballo que montaban “a pelo”.

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