Entre los escombros se vuelve a creer

 

Estábamos en la “Gravara”, hospedados en esta oportunidad, en lo de Leonardo. Leonardo, a quien mi tío llamaba “Pastore Aligi”, con una hoz para cortar leña, una sierra, un martillo y cuatro clavos, había en pocos días construído una barraca pequeña para él, un refugio para las vacas y una o dos banquetas. Milagro del ingenio de nuestra gente. Maestra de vida para Leonardo y para otros emigrados había sido su permanencia en la pampa argentina, o mejor dicho en la República Argentina. Así se expresaban los emigrados a la América del Sur, mientras que los emigrados al norte, hacían seguir al nombre de la ciudad, el correspondiente al “Estado”.
Filadelfia era “filadelfia Pa”, es decir Pennsylvania, Boston era “Boston Mass” o sea Massachusetts. Otra característica de la “lengua” borrellana, era aquella de no usar la preposición que refiere a lugar “in” (en), sino “al”. Durante la guerra e inmediatamente después, el soldado, al cual le era formulada la pregunta: “¿tú donde has estado?”, no respondía “in Albania ... in Croazia” (“en Albania ... en Croacia”), sino “all’ Albania, ... alla Croazia ... alla Greggia”. A propósito de esto, recuerdo que, cuando después del 8 de septiembre me refugié en la “segura” Borrello, a quien me preguntaba (en dialecto): “Tu addò stieve” (“tú en dónde estuviste”), yo contestaba rápidamente: “A Pisa”, y me respondían jocosamente mientras reían... “¿Ah tu stieve appise?” (¿Ah tú estuviste colgado?).
Cerrada la larga divagación referente al léxico, volvemos a la “Gravara”. Una mañana siendo casi las nueve, llegó corriendo un muchachito. Gritaba muy fuertemente “Le tedesche, le tedesche, se ne so ite” (los alemanes se han ido).
En respuesta a aquel grito, de las barracas, de los pajares, de las cavernas y grutas, del bosque, emergió súbitamente una pequeña multitud. Se reunió para comentar y decidir qué cosa hacer. Llegaron otros mensajeros para confirmar aquella buena noticia y alguno hasta partió rápidamente hacia el pueblo.
Muchos, y nosotros entre éstos, decidimos permanecer en el lugar, hasta tranquilizarnos. Llamarnos a sosiego, alejar todavía por un tiempo el miedo de tener que confirmar todo cuanto se sospechaba. Miedo a tener que rendirnos ante la cruda realidad, de constatar que nuestro pueblo, nuestras casas, nuestras calles, fruto del trabajo, del sudor, de los sacrificios de generaciones enteras, habían sido destruídas.
Permanecimos cerca de la cabaña de Leonardo. Conocíamos bien a nuestro “Pastore Aligi”; era el padre de la mujer de Giovanni Lupacchione (hermosa y característica imagen del montañés de Abruzzo). Erzegovino, llamado Ovino, relataba de él jugosas anécdotas de cuando, juntos, habían trabajado en una mina de Istria, en Pola (Giovanni decía “Polo”). A propósito de este personaje, debo relatar un singular episodio. Un buen día, en la Gravara, encontró sobre el camino de acceso al lugar tres asnos que pastaban tranquilamente. Nuestro amigo al verlos solos e indefensos, se preocupó por éstos y decidió cuidarlos y protegerlos. Probablemente, los tres habían sido parte de algún hato de animales capturado por los alemanes y destinado a la retaguardia del ejército en combate. Tal vez aprovechando de alguna circunstancia favorable, las bestias habían “escogido la libertad”. Los asnos fueron afectuosamente cuidados, escondidos en el bosque para evitarles otras desagradables aventuras, como así también acompañados a pastar y abrevar en un arroyo. Se podía decir que los borriquillos estaban tan contentos de haber encontrado una nueva familia, como de haber sido acogidos cariñosamente por nuestra comunidad. Desgraciadamente sin embargo, los cuidados y las atenciones brindadas por Lupacchione a estos animales, no fueron recompensadas. Encontrándonos desde hacía algunos días ya reinstalados en el pueblo, una tarde llegaron desde Bomba tres señores. Habían sabido, no se sabe cómo, que en Borrello, habían sido encontrados los asnos que oportunamente les fueron requisados por los alemanes. Pretendían la restitución de los mismos, aunque no había prueba cierta de que los animales fueran de su propiedad. La discusión se llevó a cabo en nuestra casa (si así se podía llamar lo que quedaba de ella). Naturalmente nosotros, y de manera especial tía Vittorina, defendimos a Giovanni, pero al final debimos ceder y los asnitos, melancólicamente, tomaron el camino de Bomba.
Volvamos a nosotros, es decir a Leonardo. Reitero, permanecimos en la Gravara.
Reponiéndonos, saboreamos el inocente placer de vivir sin tener que ocultarnos e ilusionándonos con que el peligro había pasado, diferimos para el día siguiente (como Rosella en “Camino con el viento”) el pensamiento de tener que afrontar otros peligros, otras privaciones. La realidad era que estábamos solos, todavía en guerra, aislados del resto del mundo, quizás ignorados y olvidados, en pleno invierno.
De cualquier manera y para todos los que estábamos allí, la premisa parecía ser: “Mejor postergar los problemas y mientras tanto festejar. Deleitémonos con esta espléndida jornada de sol, después de tanta lluvia”. Sin duda contribuyó a que aquel día fuera aún más festivo, la noticia de que el carnicero de la placita de San Antonio, Vincenzo D’Amico, marido de Assunta y refugiado en Pilo, decidiera carnear el “ternero gordo” para festejar con sus coterráneos. Un poco más allá de Pilo (entonces las distancias se evaluaban de manera distinta, y a pie, tranquilamente se hacían kilómetros y kilómetros) encontramos, en una amplia barraca-establo situada en un hermoso prado, un largo tablón de mesa con sus correspondientes bancos. El ternero había sido ya carneado y algunos jóvenes estaban preparando el fogón. También en esta oportunidad la “pampa” argentina fue maestra. Se llamaba “asado” la comida a base de carne hecha al asador. Naturalmente en nuestra pradera no existían asadores metálicos, sostenidos desde morillos, sino robustas ramas de árboles clavadas al suelo que sostenían cuartos de vacunos y lanares. Delante de ellos estaba encendido un buen fuego que, un poco por el calor y otro poco por el humo, asaba y doraba lentamente la carne que de tanto en tanto era girada hacia las llamas. A tantos años de distancia no puedo precisar de qué marca eran los manteles, cubiertos y platos, como tampoco de qué manera y dónde nos lavamos las manos antes y después de la comida; solamente sé que con apetencia saboreamos el ternero, cómodamente sentados y conversando tranquilamente.
Volvimos a la Gravara donde, no recuerdo hospedados por quien, pernoctamos en un tibio y cómodo pajar-establo de dos plantas. En aquel confortable refugio, que normalmente habría alojado no más de seis personas, pasamos la noche un grupo que sobrepasaba por lo menos tres veces esa cifra. En aquellas circunstancias, todo se justipreciaba desde una dimensión distinta. En la “casita de campo” del tío Arciprete, que fuera posteriormente de Mast Ming (el maestro albañil Domenico), habían vivido, después de la experiencia de la Gravara, con bastante comodidad, unas sesenta personas.
Finalmente regresamos al pueblo. Allí confirmamos todo cuanto sospechábamos y temíamos. De la casa de los Simonetti quedaba solamente en pie la fachada con sus buenos balcones, detrás de la fachada sólo se podía apreciar una montaña de piedras y de vigas retorcidas.
De entre los escombros no pudimos recuperar absolutamente nada. La casa había sido ocupada por la Feldgendarmerie y, antes de ser destruída, saqueada totalmente. Los alemanes, antes de abandonar los pueblos ocupados, sacaban todo cuanto podía ser de utilidad a los habitantes de sus ciudades bombardeadas.
Ni una frazada, ni un colchón, ni una mísera herramienta. Del depósito de la casa, que hasta poco tiempo antes se había visto colmado de tantas cosas importantes (como sillas, herramientas agrícolas, instrumentos musicales, viejas armas ...), no quedaba nada. Todo había desaparecido ... todo estaba destruído. En la casa de Memmo la situación era ligeramente mejor, y bastante distinta en la de los Carusi-Grilli. También aquí paredes tambaleantes junto a estructuras y materiales desvencijados, pero la casa no había sido depredada y desde los escombros asomaban, entre vigas retorcidas y elásticos de las camas, esquineros de armarios, cómodas, sillas, cajas con libros, etc..
Por suerte encontramos en el sótano un espacio resguardado del efecto destructor de las minas. Una entrada, un pasillo con un fogón al fondo, una sala lindante y una especie de depósito bajo la escalera. Nos acomodamos lo mejor posible. Asomando de entre los escombros, encontramos colchones, frazadas, ropa y ... provisiones. Bajo una pila de leña hallamos intacta una damajuana de aceite, después un jamón y, entre piedras y restos calcinados, un vaso con grasa de cerdo. El vaso estaba roto, pero aquella invalorable grasa estaba congelada y pudimos recuperarla toda.
Hacía muchísimo frío, pero teníamos demasiadas preocupaciones para darnos cuenta de ello. Yo vestía un traje estival que me ofrecieron después del 8 de septiembre unos campesinos pisanos (de Pisa). Lo bueno era que tenía el “paletot” de mi abuelo (me quedaba algo ajustado, pero era de muy buena lana y abrigaba bastante). Por suerte había conservado las botas militares en óptimas condiciones. Realmente mi calzado con aquellas condiciones climáticas, era de envidiar, y en más de una oportunidad en dialecto borrellano me dijeron: “Te li vu venne sti scarpune?”.
Nos pusimos de inmediato a trabajar. El tío que estaba completamente desprovisto de medicamentos y material sanitario, hablaba con los pacientes, aconsejaba y sobre todo confortaba con su presencia. Tía Clelia tenía la difícil responsabilidad de concordar el almuerzo con la cena. Mientras que la tía Vittorina, no obstante su finura y delicadeza, se dedicaba conmigo a las excavaciones.
Debíamos excavar y remover grandes piedras y tablas, como así también circundar vigas y desmembrar muebles. Se necesitaba hacer todo de prisa, antes que la lluvia y la nieve cubriesen los escombros. Había que trabajar rápido y bien, tratando de no tocar piedras o vigas que sostenían paredes inestables, y siempre con el peligro de que un soplo de viento o la remoción imprudente de alguna piedra las hiciese desplomar.
Fuimos afortunados porque no ocurrió ningún “accidente de trabajo” y por sobretodo el tiempo fue bueno durante diciembre. Cuando la dramática noche de año nuevo nevó, nosotros y los demás excavadores, ya habíamos recuperado todo lo posible.
Con verdadero sentimiento de culpa, hoy, transcurrido más de medio siglo, recuerdo el ensañamiento puesto de manifiesto de mi parte para despanzurrar a golpes de pico: armarios, cómodas y cofres que emergían de entre los escombros. Era imposible obrar de otra forma, si pretendíamos rescatar el contenido de aquellos muebles. Reitero, experimento remordimiento por haber destruido magníficos muebles de los siglos XVIII y XIX, ¿pero ... qué otra cosa quedaba?. Si los hubiésemos recuperados ¿qué otra cosa habríamos podido hacer con ellos?. Tal vez junto con los libros que quemamos ¿podríamos haber realizado la “muestra del anticuario sobre la Carenna”?. No lo hacíamos tan sólo para calentar, atendiendo que la leña no alcanzaba, sino que también la idea era tener una llama más viva para iluminar nuestro refugio .
Salvé del fuego un preciosísimo “Vocabulario Médico” editado en Venezia en los primeros años del siglo XVI. Este ejemplar desapareció misteriosamente. Hace pocos años volví a tener noticias de él y sé que está en buenas manos.
Poco después encontramos una mejor manera de organizarnos. Bartolomeo Di Luca (padre de Rosvelto y Romeo) nos ofreció un apartamento a compartir con dos viejitos: Cesare Di Luca senior, padre de Cesare y Lola, y tía Maribella.
Todo el pueblo en aquel diciembre estaba en frenética actividad. Se excavaba, se despejaban los escombros, se limpiaban y se reparaban, como así también se construían paredes y techos. El material (de recuperación) no faltaba. Resultaba imposible obtener vidrio y “pingi” (tejas).
La fantasía, el ingenio y por sobre todo el espíritu de supervivencia, inspiraban las soluciones más insólitas. Con los esqueletos de los cerdos se fabricó jabón. Interesante fue la recuperación del trigo. Muchos, teniendo unos salones en planta baja con cielo rasos con luz suficiente desde el techo, habían en estos espacios (utilizados como depósitos) escondido el trigo. Después del derrumbe de la casa, extraídas vigas y piedras, se recuperaba la tierra suelta que, sometida a baño en grandes ollas, descendía hacia el fondo, mientras los granos flotaban. Limpiados éstos nuevamente y secados, eran procesados en las moledoras de café. Todas estas maniobras son interesantes de describir, pero imagínense cuánta paciencia y abnegación costaban. A propósito de la molienda del trigo, me perturba aún hoy, el recuerdo de una tristísima escena de la que fui testigo: la expresión de pesar, de sufrimiento en el rostro del sacristán de la iglesia de San Egidio, que sentado sobre el umbral de la que había sido su casa, molía granos quemados de trigo. Aquel rostro triste y demacrado y aquel trigo chamuscado, eran el cuadro desolador de lo que significaba la más extrema indigencia.
En febrero, con la apertura de la temporada, las cosas mejoraron: tuvo comienzo la actividad ... comercial. Se inició con la sal. Jóvenes audaces y vigorosos, partían cada tanto hacia la costa y regresaban al pueblo con pesadísimos morrales repletos de sal. Después de la sal llegó el vino. En este caso el recorrido era mucho más breve, no había necesidad de descender hasta el mar, porque se nos entregaba en Bomba. No sobre los hombros, sino a lomo de asno aquel precioso “rummi” (como decía aquel simpático guardabosques), llegaba en panzones barriles festivamente recibido por quien lo saboreaba de antemano con una partida de naipes y la “passatella” (juego en el bar, donde el vino pasa de uno a otro).
Tuvimos todavía días tristes. Recuerdo aquel miércoles del Ángel Santo (después de Pascua) cuando aviones, nunca se supo si alemanes o ingleses, ametrallaron y mataron. Causó gran impresión la muerte de un chiquito de tres años, hijo de una refugiada romana, pobre y sin parientes.
Llegaron los “aliados”. Un día acompañamos una patrulla de canadienses hasta los peñascos. Observaron el territorio enemigo del otro lado del Sangro, efectuaron algunos disparos de fusiles y tranquilamente retomaron el camino de Agnone. Eran unos bonachones, quizás de origen italiano y no tenían mucha prisa por liberar el resto de Italia. Menos afortunada fue una patrulla de polacos que descendió hasta el río Sangro, ya que un soldado murió al tropezar con una mina desgarrante y un suboficial resultó herido. Fueron a socorrerlos algunos de los nuestros. Una escalera ofició de camilla y transportaron el muerto hasta el pueblo.
Después de los canadienses y polacos, arribaron los soldados italianos. Eran carabineros; se alojaron en dos pequeñas habitaciones de la calle que conduce al negocio de los Evangelista. Con ellos llega también la orden para los oficiales, de presentarse al Centro Militar de Lecce.
Partí el 20 de mayo. Dejé a los tíos y los queridos borrellanos. Les esperaban otros duros años de sacrificios y privaciones.
Con respecto a mí, no era que fuese a una fiesta. Pasé otro año de “naia” (disciplina militar) y sufrí un durísimo invierno en el frente de Bologna.

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