Darse a la “macchia”

(“darsi alla macchia” es una expresión italiana que significa: darse al bandolerismo, darse a la fuga, esconderse en montes ... pero cabe aclarar que se lo utiliza en sentido romántico, como quien escapa rebelándose contra la injusticia)


Los alemanes llegaron a Borrello el once de octubre y la Feldgendarmerie ocupó sin dilación nuestra casa, dejándonos a nuestra disposición solamente el piso superior de la misma. Decidimos mudarnos a la casa de los Carusi-Grilli, parientes nuestros. La hermosa y gran casa de invierno estaba deshabitada. Recuerdo la enorme terraza que daba sobre los “montes rocosos”. Desde allí se dominaba el valle del Sangro.
Los “ocupantes” requisaban cuanto podía serles de utilidad. Se decía que buscaban también hombres para levantar fortificaciones en los alrededores de Sulmona. Nosotros, es decir yo y un amigo leccese, nos manteníamos ocultos en la casa. Sólo el tío médico (Nicolò Memmo), salía y relataba todas estas cosas.
El nueve de noviembre se esparce la voz de que los alemanes estaban por destruir el pueblo. Pensábamos que era una manera de lograr que los hombres salieran de sus escondites, y fue así que con mi amigo dejamos aquel cómodo refugio y, con otros cinco jóvenes, nos “dimos a la macchia”.
Salimos del pueblo siguiendo el sendero que llevaba a S. Martino, Villa Santa María. Desviamos a la derecha hacia el “Valle de las palomas” y la “Gravara”. Aquí podíamos sentirnos seguros. El valle cultivado y poco ondulado, boscoso y rocoso en su inicio: era lugar ideal para “fugitivos”. Aquí encontramos una gruta larga, baja y estrecha; no podíamos permanecer parados, ni tampoco tendidos, sino solamente acurrucados uno bien pegado al otro. Encendimos el fuego.
Ninguno tenía la más mínima idea de qué era lo que acontecía. ¿Verdaderamente los alemanes habían destruído el pueblo?. ¿Cuánto tiempo y de qué manera serían contenidos?. ¿Estarían librándose combates también en nuestra zona?. Todos pensaban y se esperanzaban en que la situación se resolvería en breve tiempo.
Nosotros no estábamos preparados para vivir la aventura que imponía la “macchia”. Yo, por ejemplo, llevaba conmigo sólo un bolso que contenía hojas de tabaco y un par de tijeras. Sí, esas tijeras que resultaron utilísimas a toda la compañía. Con ellas se podían recoger del fuego brasas para encender los cigarrillos; cerillas y fósforos se habían terminado hacía tiempo.
Éramos siete: el mayor (el leccese) tenía 24 años, yo 22 y los otros eran más jóvenes. El más apto y desenvuelto para vivir de aquella extraña manera era Tonino Beviglia, hijo de Guglielmo, primo de mamá. El padre había vivido mucho tiempo en América y él había heredado el espíritu del “pionero”. No recuerdo los pormenores de aquellos siete días vividos en la gruta; de día estábamos siempre deambulando en busca de noticias de amigos y parientes. En la zona éramos muchos los acampantes, y lo hacíamos de las formas más insólitas (la cuestión era sobrevivir). Nosotros obteníamos el fuego y el agua del cercano riachuelo (el Verde). Nos alimentábamos de papas asadas sobre las brasas porque no teníamos otra cosa. Después de seis o siete días las papas se habían terminado, y por consiguiente nos encontramos en la necesidad de proveernos de dicho nutriente en mérito a nuestra propia subsistencia.
Tonino encontró una azada y una bolsa. Tres fuimos los que partimos hacia los campos del “Ara Domini”. Cavando en el terreno fangoso, recogimos aquel precioso tubérculo, sucio, pesadísimo. Llenamos de papas la mochila de cuero y la bolsa. Como yo era el más robusto, me ofrecí para llevar aquel pesado bulto. Participando de la guerra, pocos meses antes en África, había en alguna oportunidad ayudado a mis soldados a transportar cajas de municiones que pesaban 74 kilos. Pero allí se comía regularmente.
Tomamos el camino de regreso. A la cabeza del reducido grupo Tonino con la mochila, después el otro compañero (quizás se trataba de Enrico Di Luca, el hijo de Damasina), y por último yo con la pesadísima bolsa a cuestas.
Tal vez no nos habíamos dado cuenta que ir a buscar papas en los campos ajenos no era un accionar muy ... correcto.
Yo experimentaba vergüenza y, para no ser reconocido, me hice dar una capa corta la que puesta sobre la cabeza me cubría la cara y, naturalmente también ojos y orejas. Veía tan sólo los pies del compañero que me precedía.
Aquella improvisada capucha por poco me resulta fatal, cuando dos soldados de una patrulla alemana, salidos imprevistamente de un matorral de retamas, nos intimaron el “alto”, al mismo tiempo que nos encañonaban con sus fusiles. Enrico y Tonino obedecieron inmediatamente. Yo por el contrario, a causa de aquella capucha que me cubría la cabeza, no me di cuenta que los soldados estaban a pocos pasos y como la intimación me llegó atenuada (parecía lejana); instintivamente me libré de la bolsa y huí.
Me salvó Tonino (esto lo supe después) que, valerosamente se interpuso entre mí y las armas que me apuntaban, explicando o intentando hacerlo, que yo era tan sólo un muchacho del lugar. Aquel día los alemanes buscaban prisioneros de guerra evadidos después del 8 de septiembre, del campo de concentración de Sulmona. Examinaron las tarjetas de identidad de mis amigos y los dejaron ir. Yo mientras tanto corría a todo escape, ayudado además por el terreno en bajada. Jadeante, exhausto, llegué hasta un pequeño bosque, me desplomé al pie de un árbol y ... vomité; no sé que cosa, pero vomité. A mi lado, también él oculto, se encontraba un asno que, quizás molesto con mi presencia, se puso a rebuznar con cuanto resuello tenía en su garganta. No me inquieté, ya no tenía ni aliento, ni fuerzas. Pensé: “rebuzna, rebuzna cuanto quieras, yo de aquí no me muevo” y me dormí.
Supe después que era el asno de Corrado.
Cuando me recompuse, me levanté y me encaminé por el sendero de regreso. Encontré los amigos que se congratularon conmigo y me explicaron cómo habían andado las cosas. De esta manera pude agradecer al querido Tonino.
Después de aquella aventura decidimos no regresar más a la gruta, y aceptamos la hospitalidad de amigos que “habitaban” en una cómoda barraca.
Nos pareció un palacete. Bien construída, con paredes, techo y puerta de madera, más fogón siempre encendido. El ancho era de casi ocho metros, y de largo podía andar por los doce, levantada sobre un terreno en declive, o mejor dicho en subida, a la entrada tenía una altura de más de tres metros, mientras que en el fondo se podía calcular poco más de dos. Paja y leña para mantener el fuego había en abundancia. Algo mejor no se podía pretender. Sabiendo que estábamos en ayuno forzado desde hacía no sé cuánto tiempo, Nannina, vecina de la casa de los Simonetti, nos preparó aquello que se dice un “plato caliente”. Efectivamente, la polenta que nos ofreció estaba calentísima. Ávidamente nos arrojamos sobre aquella exquisitez y, recuerdo que, sin platos ni cubiertos, la devoramos, quemándonos dedos, lengua, paladar, esófago y estómago.
Nos asignaron también el “lugar para dormir”. Al fondo, sobre la paja, al lado de dos asnos, los que cortésmente y sin protestar, se corrieron un poco más allá. Acostados sobre la suave paja, es decir no apretujados y encogidos como ocurría en la gruta, estábamos verdaderamente bien.
Había pero, como en todas las cosas, un inconveniente, un insólito inconveniente: el humo. Estando el fogón, sobre el cual ardían noche y día grandes troncos de encina, desprovisto de chimenea o tubo de ventilación al exterior, el humo solamente podía salir por la puerta. Por lo tanto desde el dintel hasta el techo, quedaba suspendido, formando una nube espesa de más de un metro. En consecuencia, teniendo el fondo de la barraca una altura no mayor a los dos metros y medio, el aire respirable llegaba hasta el metro y medio. Quien estaba de pie tenia la cabeza entre las ... nubes. Se necesitaba estar o acostado o sentado, pero se disfrutaba de un espectáculo magnífico. A pocos centímetros por encima nuestro, había una verdadera y peculiar nube, no del color gris del humo, sino más bien rojo-violácea, es decir del color de la llama que ardía en el fogón. Cada vez que se abría la puerta, lo que sucedía a menudo, entraba una ventolina de aire que agitaba nuestra nube haciéndole asumir formas y colores siempre distintos.
Antes que el sueño nos venciera, otro espectáculo se ofreció a nuestros ojos. Un coterráneo entró trayendo, aún sangrante, un gran pernil de oveja que los alemanes habían matado aquella tarde disparando desde lo alto de la cascada del Verde. Se inclinó al lado del fuego y, luego de asarlo ligeramente y de la mejor manera con aquella generosa llama, con avidez lo devoró a dentelladas. Nada de qué asombrarse, también nosotros poco antes habíamos hecho lo mismo con la polenta. Los asnos respetaron nuestro sueño.
Al día siguiente no nos sentíamos con ánimo de regresar a la gruta. Dejamos la “macchia” para alcanzar (reencontrarnos) a nuestras familias que se habían organizado algo mejor que nosotros y que nos habrían asegurado al menos un poco de pizza (masa de harina sin sal ni levadura) y alguna papa asada en la plancha acanalada de hierro usada para cocinar distintas comidas a las brasas.
Cuando había dejado el pueblo, pensaba que “el darse a la macchia” iba a ser algo así como una romántica aventura; en los ochocientos a la “macchia” se habían dado el Passatore, otros famosos bandidos, conspiradores, perseguidos políticos, fugitivos buscados por la justicia. Otros tiempos, otros “fugitivos”.
Para mí la macchia había sido hambre, frío, miedo, y ... convivencia con asnos, que dicho entre nosotros, no se habían comportado peor que ciertos hombres.

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