La “batalla del trigo”

 

Borrello es una ventana hacia el pasado, una mina inagotable de recuerdos, interesantes no sólo para mí, por estar ligados con mi adolescencia, sino que también lo son para aquellas personas ávidas por saber cómo se vivía en los decenios pasados sobre el Apenino Abruzo.
El mes de julio, lo pasaba junto a mamá y mi hermano, en la casa de los abuelos en Borrello. La hermosa casa del abuelo Tommaso estaba en el centro, frente a la plaza, al lado de la iglesia de San Antonio, en la confluencia de tres calles.
Tenía muchos parientes: además de los abuelos estaban las numerosas familias de tíos, primos y sobrinos de mamá. Me sentía como en mi casa. Allí estaban mis raíces y vivía intensamente la vida de aquella gente.
Mi principal ocupación era ir, en las primeras horas de la tarde, a “pascere” (pastorear) caballos, cabras y ovejas. Cuando el clima se presentaba dudoso, la costumbre era llegar a lugares cercanos como la Puerta de los Sarracenos o el Monte Calvario. Pero habitualmente se iba lejos, hasta bajo el Monte Alto y los “Pratre” (prados), los llanos de San Nicola y el manantial del Sorbo. Allí también existía una cañada, la que desde bastante tiempo atrás era escasamente frecuentada por rebaños trashumantes. Naturalmente, participaba con mis compañeros de toda clase de juegos en la carenna (plaza).
Mientras yo desarrollaba todas estas actividades, los borrellanos estaban seriamente ocupados, desde fines de junio y durante todo julio, en la cosecha y trilla del trigo. Estos trabajos en sí no eran otra cosa que dos episodios de aquello que yo sin exagerar llamo “la batalla del trigo”.
Toda la población residía en el pueblo, pero todos sin excepción poseían un poco de tierra. Pequeñas parcelas, verdaderos “pañuelos de tierra”, fruto de los innumerables fraccionamientos legales consecuencia de las sucesiones hereditarias. Una porción de terreno adecuado al cultivo de cereales, un poco para las papas, para el pasto, para el monte, el viñedo en el bajo cercano al río Sangro, y en los alrededores del poblado, la magra huertita. Pero el producto principal estaba constituido por el trigo. Y a ello estaba dedicada gran parte de la actividad del agricultor.
Hacia el final del verano se iniciaba la primera “operación”: la preparación del terreno para la siembra. En los pueblos normales se llama “arada”, pero en Borrello los terrenos aptos para el arado eran pocos: los campos debían ser roturados a golpes de azada o de horquilla. Terrón tras terrón, frecuentemente en subida. Las piedras se iban amontonando en los muros que delimitaban las “propiedades”. En este trabajo participaba toda la familia. Salían temprano y no era raro ver alguna mujer encabezar el grupo llevando la cuna con el último nacido. Atada a la silla del asno iba la cabra y seguían libres las ovejas. Olvidaba decir que “la empresa agrícola” comprendía un animal de carga apodado con eufemismo “cabalgadura”, una o dos cabras para la leche, una decena de ovejas para esquilar y, naturalmente, un cerdo que, egoísta, se mostraba indiferente a la actividad de la familia que lo criaba y alimentaba.
Las “cabalgaduras” eran de tres tipos: caballos (pocos), mulos (pocos) y muchos, muchísimos asnos. Si en Roma hay un monumento en Villa Borghese dedicado al mulo, sin duda en Borrello y sus alrededores, el asno se merecería una estatua.
A la arada seguía el abono de la tierra. Para este trabajo bastaba el campesino. En la silla (basto) del asno venían enganchados dos cubos para el estiércol y, del establo al campo, desde la mañana hasta la noche, se recorrían kilómetros y kilómetros por senderos ásperos y pedregosos. Sólo la siembra estaba exenta de especiales esfuerzos.
En este punto se puede decir que había finalizado la primera parte de la “batalla”, pero de ningún modo concluidas las fatigas del campesino. Antes del invierno se efectuaba la recolección y el transporte de las papas y del grano turco, el corte y regular acarreo de la leña, pero cabe aclarar que todo esto acontecía cuando yo no estaba en Borrello, y por consiguiente no puedo detallar las particularidades de toda esta actividad.
Las operaciones se reanudaban hacia fines de junio. Ya próxima la cosecha, de nuevo se movilizaba toda la familia y el pueblo quedaba prácticamente deshabitado.
Cooperaba también en la cosecha algún bracero forastero, proveniente de la Puglia. A éstos se los apodaba “leccesi”. Habían ya cosechado el trigo en sus pueblos, donde maduraba antes. Eran verdaderos repuestos forjados primero en las amplias capacidades cerealeras del Tavoliere, para después participar en la cosecha del trigo en la montaña.
Bajitos, vestidos en rústica tela azulada, la piel bronceada por el sol de la Puglia, venían por el jornal diario consistente en la paga y comida. Pernoctaban “bajo las estrellas”. Al atardecer, cuando con las tías llevaba la correspondencia hasta el buzón del correo, los veía echados sobre la vereda de cemento bajo el municipio. La vista que ofrecían aquellos pobrecitos me entristecía y perturbaba. Llevaban un tosco envoltorio y una hoz. La hoja de metal estaba envuelta en un trapo y pendía al costado de la cintura como en los infantes la bayoneta.
El trigo cosechado debía ser transportado hasta el pueblo para ser trillado. Dos eran las áreas: una pequeña para la trilla con caballos, la otra lindísima y amplia con la trilladora mecánica conectada al cercano molino que le proveía la energía eléctrica.
El área grande estaba sobre un cerro plano, separado del pueblo por una pequeña hondonada. Quedaba justo enfrente de la casa del abuelo. Desde los balcones posteriores yo podía presenciar y controlar toda la actividad que se desarrollaba en ella.
Enganchados a la silla del asno dos grandes “caiole” (grandes jaulas de madera construidas con palos huecos) llevaban de diez a doce atados de cereal. Desde el alba hasta el ocaso era todo un constante ir y venir de laboriosas hormiguitas, kilómetros y kilómetros bajo el sol abrasador. En el campo no existían zonas de sombra (y nosotros pastorcitos lo sabíamos bien) que pudiesen ofrecer un poco de alivio al caminante. En Borrello, de hecho, todo estaba en orden, las viviendas en el pueblo, los árboles en los bosques, en Montaldo, en Pilo, en la Selva. Todo aquel frenético vaivén era encarado con entusiasmo, con alegría. Con orgullo, efectivamente, el campesino llevaba a casa lo cosechado, el fruto de tanta fatiga, el trigo que aseguraba pan y “sagne” (lasagne) a toda la familia.
He dicho “a casa” como una manera de decir, porque en realidad antes el trigo debía dejarse sobre el área, y era aquí donde se llevaba a cabo la fase más linda de toda la batalla, aquí se celebraba la verdadera fiesta de la recolección, una fiesta larga y extremadamente interesante.
En esta superficie a cada campesino le era asignado un pedazo de tierra donde depositar sus atados de trigo. Estos no eran amontonados al voleo, sino que por el contrario el modo era construir una especie de casita, una cabaña con techo en pendiente, sobre el cual por último se extendía una lona impermeable. Surgía así sobre dicho espacio y como por encanto, una aldea de casitas de paja, un pequeño pueblo con calles y diminutas avenidas. Aquella maraña de callejuelas era lo ideal para nuestros juegos. Sabíamos que allí estaría la “proclama” de Angelonicola (guardia comunal y pregonero) que prohibía a los niños el acceso al lugar. Reitero que yo era afortunado, ya que podía seguir las operaciones desde los balcones de la casa de los Simonetti. Naturalmente las “casitas de paja” eran demasiado valiosas para permanecer sin custodias, por lo tanto y haciendo turno los componentes de la familia se alternaban en el área. Era característico y simpático, ver a la hora de las comidas ponerse en marcha desde el pueblo una “caravana” de muchachitas que llevaban de manera natural y sobre la cabeza, la vianda a los cuidadores del trigo. Después y de improviso, un rugido estremecía el sector. Daba comienzo “la operación trilla”. Es posible que en mi condición de niño, todas estas sensaciones ópticas y sonoras, me impresionaran exageradamente, pero la verdad era que la trilladora rugía en serio. Majestuosa, allá en el cerro, en posición dominante, devoraba insaciablemente uno tras otro los atados de mieses, produciendo un gran estruendo y levantando una densa polvareda. Concretamente, la paja vigorosamente triturada que no alcanzaba a ser recogida y comprimida, era expulsada por todo el entorno. En esta atmósfera, frenéticamente se movían los “especialistas en estos trabajos”, bajo la mirada competente de los dos maquinistas que, dotados de antiparras, introducían en las fauces del monstruo las mieses. Quien transportaba los atados de cereal, quien clasificaba las bolsas, quien arrastraba la paja en una especie de trineo tirado por un caballo a lo largo de la pendiente del cerro, todo ello lo hacía a la carrera porque el monstruo era verdaderamente insaciable. Se necesitaba actuar de prisa porque el trabajo era mucho y existía siempre la amenaza de los temporales, pero sobre todo lo que más se temía era el constante peligro del incendio. Todo sucedía bajo el control de Giovanni Di Fiore, titular del molino, que pipa en mano, suministraba energía eléctrica y ... asesoramiento técnico.
A esta altura de los acontecimientos, yo aparecía en escena. Sí, porque también yo participaba activamente en la “batalla”, por supuesto no en primera línea junto a los infantes de la azada, pero sí con los “servicios”.
Y bien se sabe que los servicios son importantes en las guerras.
Era costumbre que, en señal de celebración durante la época de la trilla, las campanas de la iglesia de San Antonio echaran a vuelo como en ocasión de las grandes fiestas religiosas. Yo, que vivía propiamente bajo aquella iglesia, era el más puntual cuando Quintino, poco antes del mediodía, reclutaba un grupito de campaneros voluntarios: cuatro para la campana grande y dos para las pequeñas, más alguna reserva que hacía “banco”. Sufriendo de vértigos y naturalmente a espaldas del abuelo, temeroso subía con los ojos cerrados los tres escalones de madera que llevaban al campanario. Allí arriba todo era hermoso y la celda que contenía las campanas era amplia, plena de luz, de viento, de vuelos de palomas.
Cuando el reloj del municipio nos señalaba que se aproximaba “la hora fatal”, a las órdenes de Quintino se iniciaban las operaciones para poner en funcionamiento la campana grande. No me detengo en describir los pormenores, atendiendo que ya lo he hecho en anteriores recuerdos. Comenzaba así el concierto del mediodía, con cuatro en los cordeles de la campana mayor y dos en las pequeñas. La campana orientada hacia el municipio estaba a cargo de Antoniuccio Beviglia, quien con total desprecio hacia el peligro y por ser muy eficiente en su tarea, se encaramaba sobre la baranda. Yo estremecía de miedo con sólo mirarlo. Con los primeros repiques se detenía la trilladora y sobrevenía un impactante silencio. Nosotros allí arriba le dábamos con todo a las campanas. No sé si nuestras cabecitas de doce-trece años lo captaban en su magnitud, pero percibíamos que hacíamos algo muy importante. La voz de las campanas de la iglesia de San Antonio, daba una tregua a la frenética actividad del hombre. Era un himno de agradecimiento al Creador, una bendición sobre el pueblo, sobre los campos, sobre aquella valiente, humilde y más que laboriosa gente.
Del mismo modo en que disminuían las casitas de paja sobre el terreno, así aumentaba el número de cabalgaduras que desde allí descendían con las bolsas repletas.
Interesante y absolutamente novedoso para mis ojos, era el transporte de la paja. Ésta no era recogida y prensada, pero sí descargada a lo largo de la pendiente del cerro, como si fueran señales camineras. Para transportarla se usaba un simple pero eficaz sistema (ciertamente ya conocido desde tiempos de los Sannitas, Pelognos y Frentanos): una red rectangular (2 por 1,30 metros) de cordeles formando mallas muy compactas y dispuesta entre dos palos. Se desplegaba en el suelo y sobre ella era amontonada la paja. Luego los dos palos eran levantados y enganchados en el medio envolviendo el montón de paja. Se formaba así un gran cilindro que, izado sobre la cabeza de las mujeres, era transportado hasta el pueblo, dejando detrás de sí una estela de polvillo dorado. Al finalizar la temporada, todas las calles del pueblo quedaban cubiertas de una delgada y elegante alfombra de paja.
Se dejaba para después de los temporales hacer la limpieza de la paja y del resto: digo temporales porque yo, en Borrello y en julio, no he visto jamás llover normalmente, pero sí diluviar. El efecto diluvio era también provocado por el hecho que, estando el pueblo en declive, las calles y las cunetas se transformaban en alegres arroyos. “Apres le deluge” (después del diluvio), el pueblo se volvía hermoso, limpio y fresco. A esta altura me veo en la obligación de precisar que Borrello era un gran pueblo con lindas casas de piedra, calles espaciosas y rectas, dos iglesias, una gran plaza arbolada (llamada Carenna) y un imponente Municipio.
Las bolsas de trigo eran finalmente ingresadas al pueblo, pero no podían aún trasponer el umbral de casa, concretamente el trigo debía ser repasado separándole los cuerpos extraños, lavado y secado. Tres robustos postes convergentes en pirámide, formaban un trípode de cuyo vértice pendía una cuerda con un gancho al cual se sujetaban otras cuerdas que sostenían, aproximadamente a un metro del suelo, una enorme zaranda (vaglio o crivello, dice el vocabulario italiano). Este aparejo era llamado de otra forma, pero yo, confieso, propiamente no lo recuerdo, quizás “crivellone”. Un hombre bastante robusto imprimía al aparejo adecuados movimiento ondulatorios y de abajo hacia arriba que hacían caer por la parte de abajo polvo y piedritas, mientras retenían en el centro de la zaranda pajitas y otros cuerpos extraños.
Ahora los granos debían completar el “maquillaje” con un buen lavado. Desde los sótanos u otros depósitos traían a este fin y a empujones enormes cacerolones. El trigo así tratado y para secar, era expuesto al sol extendido sobre las lonas que ya hemos visto en el área proteger de la lluvia a los atados de mieses. Hermoso, característico, simpático, era el hecho de que todas estas operaciones, que normalmente son efectuadas en sitios apropiados en el interior de las fincas, en Borrello tenían lugar sobre las calles, en las plazas, sobre las veredas, bajo las miradas de todos, que acompañaban, ayudaban y comentaban.
 
La Calera


A esta altura la “batalla del trigo” podía considerarse concluida y finalmente el grano, había encontrado su paz. Sin embargo no ocurría lo mismo con su humilde hermana la “paja”. Me refiero a aquella que no había sido quitada y en gran cantidad yacía a lo largo de la pendiente por debajo del área. También ella podía ser útil: y los hombres se servían de esa paja para alimentar la “calera”.
Los científicos ya habían descubierto desde hacía mucho tiempo que las piedras, similares en su aspecto a aquellas tan abundantes como enemigas del campesino y que se encontraban en las tierras circundantes de Borrello, eran fragmentos de rocas calcáreas, es decir carbonato de calcio. Éste con el calor se transformaba en óxido de calcio, vale decir cal viva que, una vez bañada, derivaba en hidrato de calcio, vulgarmente llamada cal muerta y muy utilizada en obras de construcción por albañiles y pintores.
Resumiendo, con roca calcárea se hacia “la calera” y con la ayuda de la paja, cal.
Con las piedras se construía una choza circular, una especie de gran iglú, aunque la descripción más adecuada sería una construcción cónica, sin ventanas y con una gran puerta. Finalizada la construcción, ella era totalmente llenada de paja y ésta quemada. Era verdaderamente un enorme fuego, vivo y resplandeciente, pero no dejaba de ser fuego de paja, y por lo tanto efímero, que debía ser alimentado en forma profusa y continuamente. Yo desde los balcones de la casa del abuelo controlaba. Uno o dos hombres llevaban la paja y un tercero, con un largo horcón de dos dientes, la arrojaba en el horno de cal. El fogonero era constantemente reemplazado, antes que se ... achicharrara. De día era una cosa normal, pero de noche derivaba en un espectáculo maravilloso, impresionante, a mis asustadizos ojos.
En la oscuridad aparecía, como suspendida en el medio del aire, esta visión: de la boca de la calera una resplandeciente luz roja violácea embestía a los hombres proyectando sus sombras agigantadas al vacío. Negro, todo en derredor negro, arriba, abajo. Un negro que, en contraste con el relampagueante rojo, parecía todavía más negro, y de igual manera el rojo, sobre aquel fondo oscuro, se volvía todavía más rojo. Resplandores de aquella luz también se proyectaban sobre las paredes de mi dormitorio, tornando mi sueño intranquilo.
Al amanecer todo se volvía normal: una choza de piedra construída sobre la pendiente del cerro y un hombre con horcón absorto en su trabajo. El corazón se aliviaba y prontamente desaparecía aquella sensación de incontrolable miedo. Después de cuatro o cinco días, los fragmentos de rocas calcáreas estaban “horneadas” al punto justo y entonces se dejaba extinguir el fuego. Después del enfriamiento se demolía la construcción. Las piedras se habían convertido en livianas, blancuzcas y friables. En el mismo lugar eran pesadas y vendidas.
De nuevo correteaban por el área los muchachones para jugar con el balón. ¡Pobre balón, era su amargo destino ser tomado a las patadas, pero además y sobre aquel terreno, de vez en cuando era herido por el alambre que sobresalía de las “chiochie” (sandalias rústicas confeccionadas con retazos de cubiertas viejas de automóviles) de algún “battitore libero”!. Cuando la cámara de aire no resistía más “parches”, se iba hasta Quadri para comprar una nueva al precio de veinte, veintidós monedas, o tal vez menos.
Para mí las vacaciones habían finalizado, era tiempo de “emigrar”. Papá nos aguardaba y yo debía familiarizarme nuevamente con antologías y gramáticas. Mamá se preparaba entonces para el “rito” (también esta costumbre se perdía en la noche de los tiempos) de las visitas de despedida a parientes y amigos, y yo no podía faltar, bien acicalado y aconsejado por las tías acerca del comportamiento que debía tener para cada ocasión.

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