Tía Cristina

 

También la tía Cristina padeció en aquel desgraciado otoño de 1943 “la ocupación alemana”. En efecto, debió “hospedar” una sección de la Wermacht: no se trataban de S.S. o Paracaidistas o Zapadores, sino de dos tranquilos choferes de Intendencia (abastecimiento y subsistencia).
Nos comunicaba sus preocupaciones desde la terraza de su casa, adyacente a la de Carusi-Grilli, donde nosotros nos habíamos trasladado después que la Feldgendarmerie ocupara la casa de los Simonetti.
Aquellos dos ocupantes no le provocaban mucho fastidio, pero tenían algunas actitudes que la molestaban. Primero: usaban dos de sus atávicos almohadones para tornar más mullidos los rústicos asientos del camión militar y, segundo: aplastaban las almendras sobre los peldaños de piedra de la escalera de acceso a su casa.
¡Querida tía!. Compasiva la muerte, la sorprendió poco después en la “Puerta de los Sarracenos”, donde el hijo Peppino la había hospedado en una rudimentaria tienda.
Obligada como fue a dejar su casa, la suerte le ahorró la visión de los escombros de su centenaria habitación, de sus muebles, de sus almohadones despanzurrados por las explosiones.
Más afortunado aún fue su hermano Tommaso, mi abuelo materno, que a los ochenta y nueve años y en su propio lecho falleció pocos meses antes.
Entonces las hermosas casas de Simonetti, Beviglia, Carusi-Grilli (esta última había alojado a D’Annunzio), sólidas, de piedra, construídas sobre roca, realzadas con terrazas y balcones, con amplios salones, misteriosos cielos rasos y tenebrosos sótanos, que a nosotros niños infundían un poco de temor, no existen más. Eran ricas de tantas cosas interesantes: armas, herramientas agrícolas, instrumentos musicales, sillas de montar, diferentes contenedores de vinos, aceites y tantos, tantos libros, cajas, baúles. Cosas que existen sólo en mi memoria y en los pocos testimonios que aún perduran de un pasado que es de ayer, pero que parece tan, tan lejano.

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