Coletta

 

Coletta era renga y visiblemente deformada, quizás a causa de una parálisis. Caminaba arrastrando trabajosamente la pierna izquierda. Su llegada era precedida por el crujir de su larga y pesada falda que sobre el terreno provocaba una ligera polvareda.
No tenía edad, pero no debía ser muy vieja. No recuerdo las facciones de su rostro ni el color de los cabellos, más rememoro aún la expresión de angustioso sufrimiento que indicaba su cara.
Era nuestra proveedora de pollos y huevos. Subsistía vendiéndolos en domicilio a aquellas pocas familias de Borrello que no tenían gallinero. Nosotros éramos sus buenos clientes, especialmente tía Vittorina, la más delicada de los Simonetti, que hacía buen uso de los huevos. Entonces, alrededor de los años treinta, poco se sabía de vitaminas y anabolizantes, y los huevos frescos eran considerados el mejor reconstituyente.
“la signò, so portate le uove”, así se anunciaba Coletta y entraba arrastrando pierna y falda. Se sentaba en un rincón cercano a la puerta, se secaba el sudor y alguna vez un hilo de baba, y esperaba en silencio. A nosotros niños, que curiosos y también un poco temerosos, nos acercábamos, no nos dirigía jamás una palabra ni una sonrisa. ¡Pobre Coletta!. Quizás su rostro deforme y sufriente era incapaz de sonreír.
Entregaba su mercadería y, recibida la paga se tomaba aún un pequeño descanso y luego partía con su fatigoso y crujiente paso. Alguna vez, cuando no se presentaba espontáneamente, íbamos a buscarla a su casa. Una larga escalera desembocaba en una amplia y oscura habitación con las paredes ahumadas. Esta era la casa de Coletta; con ella no vivía nadie. Su viejísima madre, tía Raffaella, había muerto hacía mucho tiempo. Todo hacía suponer que no tenía parientes ni amigos. En un pueblo donde todas las familias estaban ligadas por vínculos de parentesco y amistad, Coletta estaba sola, sola vivió sus últimos años y sola murió.
Murió a fines de noviembre o principios de diciembre de 1943, durante la retirada de los alemanes de Borrello.
Sí, también en Borrello, después del 8 de septiembre, como ya he recordado, habían arribado los alemanes. Comenzó la Feldgendarmerie ocupando nuestra casa y continuaron requisando ganado mayor, porcinos, “cabalgaduras”. Algunos días buscaban hombres para destinarlos a trabajos de fortificación, mientras que en otras jornadas se abocaban a la cacería de prisioneros fugitivos del campo de concentración de Sulmona.
Un nefasto día dieron la orden de destruir el pueblo. Según las reglas de la “guerra de contención”, la zona al sur del Sangro, debía transformarse en “tierra quemada”. Vimos un día, hacia el sud-oeste, subir en el cielo una densa columna de humo. Era Capracotta que ardía. La misma suerte les tocó también después a Borrello, a Rosello, Roio, Quadri, etc., etc.. Establos y pajares fueron destruídos con fuego, las casas con las minas. De la destrucción se había salvado la iglesia de San Antonio donde estaban refugiadas una treintena de personas, tal vez tenidas como rehenes. Entre ellas Coletta. La iglesia los albergó y los protegió hasta el día en que los alemanes dejaron el pueblo. No todos aquel feliz 30 de noviembre dejaron San Antonio. Coletta permaneció allí; ¿muerta, moribunda? ... no lo sé ... asistí a su funeral la tarde de una fría pero hermosa jornada de diciembre.
Eduardo (Eduardo Palmieri oficiando “de alguacil”) asumió piadosamente el encargo de trasladar el cuerpo de Coletta al cementerio, o mejor al camposanto, como se usa decir en Abruzzo. Era Eduardo uno de los pocos que había salvado su asno y aquel asno debía transportar la pobre difunta. Ningún carpintero estaba en condición de fabricar un cajón, así, aquel pobre cuerpo con poco esfuerzo, había sido envuelto en una frazada, atado a una tabla e izado sobre el basto del asno. El asno, quizás más sabio que todos aquellos hombres que lo estaban rodeando, se negaba a caminar. Habituado como estaba a llevar cargas colgadas lateralmente al basto, no intuía de qué se trataba aquel extraño e incómodo fardo que le habían atado longitudinalmente sobre el lomo, y que a cada paso se desplazaba primero hacia la cabeza y después hacia la grupa. Los presentes discutían, sugerían (no habiendo visto todavía las películas del “oeste”, no sabían cómo los indios y vaqueros transportaban los muertos). El tiempo pasaba, en diciembre los días son cortos y se necesitaba tomar una decisión. Eduardo, que debía aún excavar la fosa en el cementerio, rompió abruptamente con los titubeos, pegó dos patadas al asno y, gritando y maldiciendo, partió a la carrera tirando de la cabeza de la bestia. Con su fúnebre fardo y ante nuestros atónitos ojos desapareció por detrás de la curva de la fuente. Ninguno tuvo nada que objetar. Hoy me sobreviene el remordimiento de no haber propuesto a los otros jóvenes presentes, de llevar nosotros a Coletta hasta el cementerio, sobre una puerta o una escalera (como hicimos algunas semanas después, con un soldado polaco moribundo, herido por la esquirla de una mina).

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